En primer lugar, barnizo estas palabras con alegría para agradeceros a todos vuestra participación en la primera votación de Mi nuestra historia. Gracias a ello, hoy os traigo un segundo capítulo.
Para los que no sepáis de qué estoy hablando, hace unos días comencé una historia en la que vosotros ibais a ser los verdaderos protagonistas. Al final de cada capítulo, propongo una votación que determinará el devenir de la historia, para que os sintáis partícipes de ella. Además de leer, se le añade el entretenimiento de ver qué opina el resto de lectores respecto a determinadas situaciones.
Podéis participar a través del blog, aunque siempre recomiendo hacerlo a través de la aplicación para Android de Jon Ícaro, que está todo mejor organizado y además recibiréis avisos cuando se cuelgue cada capítulo. No me extiendo más, que aquí abajo os voy a copiar el siguiente capítulo. Para los que se incorporen en el último momento, cada capítulo dejaré los enlaces a capítulos anteriores para que puedan ponerse al día y un breve resumen de lo acontecido. Pues eso, que seguimos. ¡A decidir el futuro de Prisco y su familia!
Enlace al CAPÍTULO 1 // Resultado votaciones
Resumen hasta ahora: Prisco es un comerciante de vino de la provincia romana de Moesia. La fuerte competencia en suelo romano está dilapidando su comercio, por lo que su única esperanza es conseguir una plaza en la caravana comercial a Dacia, donde augura mejores ventas. Para ello, se reúne con el edil, el cual le sugiere que para asegurarle la plaza, debe de prestarle a su hermosa esposa durante una noche. Tras negarse, Prisco vuelve a su hogar sin saber que sus verdaderos problemas están más allá del comercio.
—Espero una respuesta, Prisco —insiste el edil. No está acostumbrado a que lo hagan esperar—. Por si te ayuda a tomar una decisión, te prometo que tu esposa será tratada como la mejor de las emperatrices durante la noche que esté conmigo. Disfrutará de las comodidades y lujos que tú no puedes proporcionarle.
Las dudas de Prisco se disipan de golpe. Ese último argumento es decisivo para la decisión que va a tomar.
—¡No te prestaré a mi mujer como si fuera una vulgar prostituta! —grita Prisco mientras se levanta, haciendo que su asiento salga disparado. El edil se reclina hacia atrás, ligeramente asustado por la violenta reacción del joven—. ¡Tú lo has dicho! ¡Es una de las mujeres más bellas del Imperio! Y no por solo por su aspecto, sino por todo lo que hay dentro de ella, que es si acaso más bello aún… No puedo… ¡No quiero dejarla en las sucias manos de alguien como tú!
Prisco se despacha, se queda a gusto. Durante unos segundos, solo se escucha la respiración agitada del comerciante de vino.
—Has tomado la decisión errónea —advierte finalmente el edil—. Por supuesto, estás fuera de la ruta comercial. Y te aseguro, Prisco, te aseguro que ese va a ser el menor de tus problemas… ¡Fuera de aquí! ¡Vete antes de que ordene que te arresten por desobedecer a la autoridad!
Prisco se marcha a paso apresurado. Ha tenido suerte. El desafío le ha salido barato. El edil lleva poco tiempo en el cargo y no quiere perder popularidad castigando a su voluntad. Aun así, no se fía. Comienza a correr a través de las calles del municipio. Teme que Labeo haya decidido enviar a sus hombres como represalia para coger a su mujer por la fuerza. Sabe que las personas de poder no aceptan respuestas negativas y que tienden a salirse con la suya por otros medios. La túnica se le enreda en las piernas y le dificulta la carrera, pero él intenta ir lo más rápido que puede.
El sudor comienza a deslizarse por su rostro mientras abandona el núcleo del municipio y avanza por las calzadas que enlazan el viñedo donde vive. Sus muslos arden y sus pulmones trabajan a marchas forzadas. Pero no puede parar. Lo que más desea es ver a su mujer, sana y salva. Necesita estar con ella o no estará tranquilo. Su corazón bombea a un ritmo frenético, en parte por la carrera, en parte por el miedo a que algo malo pueda pasarle a su familia.
Cuando llega a los alrededores de su casa, se da cuenta de que sus temores no tenían fundamento. Los hombres del edil no están allí.
Está ocurriendo algo peor.
La agitación es excesiva en las inmediaciones. Gritos, alaridos de dolor, llantos agónicos, ruidos desconocidos para él… ¿Bandidos? No. La guardia del señor de la villa habría acabado con ellos. Hay muchos hombres con cascos puntiagudos. Prisco no entiende qué está ocurriendo, pero se da cuenta de que el nerviosismo que sentía hace unos momentos era una minucia comparado con el terror que lo invade ahora. Siente el calor del miedo concentrarse en su pecho.
—¡Sentia! —grita mientras corre en dirección a su hogar. De reojo ve cómo un hombre combate contra uno de los invasores. Bueno, lo intenta, porque este no tarda en rajarle el estómago con su espada curvada—. ¡Naevia!
Prisco llega a su domus. Ve que la puerta está abierta, y siente en su estómago un dolor que no había sentido hasta ahora. Deduce que los asaltantes han entrado en su hogar. Sin perder un segundo, atraviesa el portal.
—¡Sentia! ¡Naevia! —grita de nuevo.
Solo escucha el llanto de una niña. Naevia… Su hija… Su hija está viva… El alivio que siente es titánico, aunque no tarda en volver a preocuparse. Corre hacia el triclinium, lugar del que provienen los ruidos.
Se encuentra con su hija acorralada en una esquina. Agarrada a sí misma, con sus pequeños mofletes empapados en lágrimas. Ante ella, un hombre que a Prisco le parece gigantesco, juega a asustarla acercando su espada y burlándose de ella.
En ese momento, Prisco ya no siente miedo. El instinto protector ha devorado todo el terror, se ha transformado en agresividad. Coge una vasija cercana y la revienta contra la espalda del invasor. Es la vasija que guardaba desde pequeño. Aquella en la que su padre guardó el primer vino que fabricó. Pero a Prisco no se le ocurre mejor uso para aquellos preciados recuerdos que el de salvar a su niña.
El hombretón cae al suelo tras el impacto. La espada se le cae de la mano. Comienza a levantarse algo aturdido, pero Prisco no le da tiempo para reaccionar. Se lanza hacia él. Lo agarra del cuello empujándolo contra la pared. Aprieta con todas sus fuerzas. El hombre le da dos fuertes puñetazos en la boca del estómago para que lo suelte, pero Prisco no siente nada y no deja de apretar. Está totalmente empeñado en salvar a su hija.
El asaltante decide entonces copiar la agresión que está recibiendo y pone sus manos alrededor del cuello de Prisco. También aprieta. Empuja al comerciante. Su mayor fuerza hace que Prisco caiga de espaldas, con el agresor sobre él. Ahí, en el suelo, ambos continúan apretando. Prisco se asfixia, ni una gota de aire es capaz de atravesar su garganta. Sus fuerzas comienzan a diluirse. No va a aguantar mucho.
De repente, los ojos del hombre que le está agrediendo se tornan blancos. Le suelta la garganta y se desploma encima de él. No sin esfuerzo, Prisco consigue quitarse ese cuerpo inerte de encima. Frente a él, aparece a otro hombre con su espada manchada de sangre. Le tiende la mano para ayudarlo a levantarse y Prisco agradece aquel apoyo.
—¿Estás bien? —pregunta el hombre que acaba de llegar en el momento oportuno.
Prisco no contesta. Se acerca a su hija, se agacha y la abraza con todas sus fuerzas.
—¿Y mamá? ¿Dónde está mamá? —pregunta Prisco.
—Se la han llevado… Los hombres malos se la han llevado —dice la pequeña con todo el coraje que una niña de ocho años puede reunir.
Prisco coge la espada caída en el suelo, con la intención de salir a recuperar a Sentia. El hombre que le ha salvado la vida le agarra del brazo, impidiéndoselo.
—Eh, ¿dónde crees que vas? —pregunta el soldado, ataviado con una armadura de placas que lo identifica como un militar del ejército romano—. ¿A suicidarte? —Mira a la niña y Prisco entiende. No puede dejarla sola—. Ya se han marchado. La guardia urbana los ha expulsado.
—¡Se han llevado a mi mujer! —se lamenta Prisco—. ¡Tengo que recuperarla!
Su interlocutor resopla. Opta por ser sincero. Sabe que lo que va a decir le va a doler mucho a Prisco, pero puede que sirva para que asuma la situación y que se quede en su casa. Eso salvaría su vida. Y la de su hija.
—Mira, chico… Si se la han llevado, poco puedes hacer tú solo. Los dacios están bien organizados. El emperador Domiciano está preparando un ejército para combatirlos. Espera que los derrote y entonces…
—¿Y entonces qué? —se rebela Prisco—. ¿Tengo que esperar sabiendo que cada día cientos de bárbaros la estarán…? —Se calla. No quiere que su hija escuche aquellas palabras. Él tampoco quiere pensar en su esposa siendo violada repetidamente. No puede soportar esa imagen. Por ello, toma una decisión—. Voy a ir a Dacia.
—Te he dicho que no puedes hacer nada tú…
—¡No voy a ir solo! —replica Prisco—. Tú eres del ejército, ¿no? ¡Ayúdame a formar parte de él! Iré con el ejército a Dacia. Y allí, la recuperaré. Por favor… Habéis llegado tarde para salvarnos de este ataque, ayúdame al menos a corregir las consecuencias de vuestro retraso.
—No hemos podido acudir antes, los ataques dacios en Moesia se han vuelto impredecibles —se excusa el militar—. Pero…, creo que podrías encontrar un hueco en el ejército —informa, dispuesto a ayudarle—. No tienes la disciplina necesaria para formar parte de los legionarios, pero te podrían aceptar como auxiliar.
—Te lo agradezco —concede finalmente Prisco. Ni siquiera le ha agradecido que le salvara la vida—. Además, no me queda otro remedio. Si los dacios se han llevado nuestras mercancías, no me queda nada con lo que comerciar. Necesito el pago que recibiré como soldado para mantener a mi familia, una vez consiga recuperar a mi esposa.
—Lo que propones es muy imprudente, chico. Y arriesgado. Ni siquiera sabes si encontrarás a tu esposa. Ni si estará viva para cuando llegues a Dacia. ¿Tanto la amas como para arriesgar tu vida?
Prisco siente que le retumba el corazón. Sí, tanto la ama.
—No estoy arriesgando mi vida, créeme —dice Prisco, convencido—. Porque, sin ella, para mí es como si ya estuviera muerto…
El soldado ríe. Piensa que los arrebatos de juventud de Prisco no le van a traer nada bueno. Él es veterano y cree que entiende más de mujeres y pasiones. Pero, en fin, también anhela ese fervor juvenil que dejó atrás hace mucho.
—Yo te ayudaré a incorporarte al ejército —afirma el hombre—. Pero, aun así, queda un problema que resolver.
El soldado mira a la pequeña, entre los brazos de Prisco.
—Ella vendrá conmigo —afirma Prisco, poniendo fin a aquel problema.
—¿Te la llevarás a la guerra? —pregunta el militar sorprendido—. Eres más imprudente de lo que pensaba, chico…
—No tengo ningún sitio en el que dejarla…
Entonces, Prisco piensa en la madre de Sentia. La abuela de Naevia no ha hecho aparición, ni siquiera tras el fin de la batalla. Sabe lo que se va a encontrar cuando recorra el resto de habitaciones de la casa: una anciana sin vida.
—Yo puedo encargarme de ella —ofrece el soldado, aunque se corrige inmediatamente—. Mi esposa, quiero decir. Vive en Roma. Puede encargarse de tu niña. No estará más a salvo en ningún otro lugar.
—¡Naevia se viene conmigo! —decide Prisco, cargado de instinto protector.
—No la dejarán entrar en los campamentos militares. Podrá acompañar, con suerte, a los que siguen el campamento. Pero si quieres que tu niña acabe como una prostituta para saciar los instintos de los soldados en guerra, tú mismo.
—¡Encontraré la manera de que esté a salvo!
—Te repito que no estará en mejor lugar que en Roma, chico. Y a cambio, solo te pediré una parte de los denarios que ganes como soldado. Y tú podrás ir tranquilamente a por tu esposa. Los dos ganamos.
Prisco lo mira desafiante. ¿Debería fiarse de él? Separarse de su hija es algo tan… doloroso. ¿Y si le pasa algo a su niña mientras él está fuera? No podría perdonárselo jamás. Pero también sabe que llevarla a la guerra no lo convierte precisamente en un buen padre. ¿Qué debe hacer Prisco?